jueves, 5 de marzo de 2009

La Champañería

En la vida siempre tenemos lugares preferidos, lugares a los que siempre volvemos, que recordamos, que añoramos. Yo tengo bastantes de ellos. En Colombia recuerdo una playa virgen en el Chocó a dónde iba cada año; un restaurante de vicio (crepes & wafles), un barcito antropológico en Medellín. En New York la Biblioteca pública, las calles de la Pequeña Italia, y lo confieso el H&M de la Quinta Avenida. También quisiera volver siempre a Tikal y a Antigua en Guatemala. Y bueno en Barcelona obviamente tengo que nombrar a Can Paixano, o mejor dicho la Champañería.

Desde hace mucho tiempo quería escribir sobre la Champañería, un icono de Barcelona para los extranjeros, que no tanto para los locales, convertido en esos símbolos a los que la globalización les da vida. Un lugar en donde es difícil moverse, siempre sales con cava regad en toda la ropa y te pegan más pisotones que en un concierto.

La champa (así la llamamos los amigos) es un lugar increíble, “es un espacio vivo”. Su dueño, llamado Tito o Chicho o similares, cada cliente le pondrá su propio nombre, es un ser peculiar, pequeño, con bigote, siempre atento, siempre sonriente, siempre controlando sutilmente su entorno…El es el amo y señor del lugar con su presencia invisible.

En la champa, aunque un lugar que podríamos considerar como caótico por la diversidad de sus clientes, el consumo de alcohol, las relaciones que se dan, tiene sus propias reglas. Obviamente no se fuma y atención… cuando la gente está hablando muy alto, Chicho/Tito nos calla…. Ja, no puede haber mucho ruido en este lugar, bueno tiene su propio límite de decibelios, que no quiero decir que tengamos que hablar bajo, pero cuando pasamos este límite…. algo le pasa a Chicho/Tito y nos pone a todos en orden.

¿Cuál es el encanto para mí de la Champañería? Que de allí siempre salgo feliz o más feliz de lo que entro. Claro, es normal que con unas cavas encima tu sistema nervioso central cambie, pero podría decir que hay más factores implicados en este estado. Lo primero es que la gente va porque quiere estar feliz.

El 80% de los visitantes somos extranjeros de muchas partes del mundo, y esta condición de diferentes permite paradójicamente que afloren nuestras similitudes. Allí podemos estar un alemán, una colombiana, un chino y un ruso hablando en diferentes idiomas, pero en el mismo lenguaje: el de la champa: el de la felicidad.


Y sumado a la diversidad cultural, siempre veo en la champa a mujeres, hombres, jóvenes, viejos, solteros, casados, solitarios, acompañados, lindos, feos… Eso es increíble, poder ver esta bio-diversidad en este pequeño lugar.

Y es que sí, la champa es un lugar muy pequeño, y los clientes somos muchos, lo que hace que todos estemos muy juntitos, y que el roce y la “caricia indiferenciada” estén presentes en el ambiente. Lo mismo que puede pasar en el metro a las 9 de la mañana y que te pone de los nervios, pasa en la champa, pero aquí este hecho te aporta bienestar.

Pero no he hablado de lo más importante: El cava y la comida. El cava es delicioso, yo prefiero el rosat, pero puedes elegir extra, brut… Los bocadillos me encantan, mi preferido el de chorizo con bacon y queso….Es importante anotar, para los que aún no han ido, que es una norma comprar 2 bocadillos o tapas y así poder pedir una botella. Esto hasta las 17 horas… Después ya solo venden copas, no botellas. (Nuevas medidas de la administración, dirigir sus quejas allí).

Y por ultimo…no importa como vayas ni con quien vayas, en la champa siempre pasa algo… algo bueno, algo divertido, algún encuentro especial… Allí hay magia. Los que conocen la champa, necesito sus opiniones sobre lo que mas les gusta de este lugar. Y los que no han ido…. Pues a que están esperando.
Marían Ríos

Para terminar una pequeña muestra:

martes, 17 de febrero de 2009

PARA MIS AMIGOS VAGAMUNDOS

Los 3 artículos siguientes hacen parte del trabajo etnográfico realizado con artistas callejeros en la ciudad de Bogotá en el año 2006.



Después de escribir sobre el arte callejero y sobre los artistas callejeros con los que conviví por dos años, estoy convencida que no soy la misma persona, que sus experiencias, su metáfora, su forma de ver la vida me atravesaron irremediablemente. Ampliaron mi universo y generaron en mí una forma diferente de construir relaciones, en donde pude encontrar valor y conexiones profundas, en las más sorprendentes diferencias.

Quiero entonces, aunque yo se que ellos lo saben, agradecerles por haber entrado en mi vida y permitirme que hurgara en sus mentes y en sus mundos de la manera como lo hice. Dedicarles este blog y los escritos que he podido hacer, que no son sino el intento de poner nuestras construcciones conjuntas de tantas noches de conversaciones profundas y de experiencias compartidas; y decirles, que ahora que me he logrado vaciar de ellos, me encantaría re-encontramelos para conversar, tocar tambor, cocinar… construir nuevos y maravillosos mundos en donde podamos vivir y ser felices.

Lo que pude comprender, es que el arte callejero es un estilo de vida, que viene de una amplia historia desde Grecia hasta nuestros días, y que responde a diferentes fenómenos sociales como las migraciones, la ilegalidad y la economía de subsistencia, y que al ser una decisión tomada cotidianamente, tiene una fuerte implicación en la construcción de Identidades; que al ser expresada en símbolos con sentidos muy particulares para un grupo, se convierte en una metáfora colectiva que se apropia de diferentes escenarios de las ciudades.

Esta apropiación de la ciudad, desde una metáfora, les da la posibilidad de comunicarse entre sí y con la ciudad misma. Además que los convierte en seres privilegiados, al haber encontrado una metáfora que los represente y les de explicación y sentido a sus vidas. Y este sentido lo encuentran diariamente, en la respuesta a la pregunta del para qué. Para qué la metáfora, para qué llevarla a la calle, para qué ser diferentes al resto.

La respuesta, que más que una creencia es una certeza para ellos, es la de la necesidad y el deseo de oponerse, de resistirse a un orden ya establecido y que ellos consideran que no les posibilita ser. Y es una resistencia que más que violenta y en contravía, está proponiendo diferentes alternativas, está mostrándose como una posibilidad más en la amplia gama de posibilidades que tenemos y que obturamos debido a modelos preestablecidos, a miedos o sencillamente por la necesidad de construir sueños desde el hacer y desde el tener, mas que desde el ser.

Ellos me enseñaron, que la vida, la ciudad, la convivencia son posibles, si tenemos pasión por lo que hacemos, si le ponemos color a los sueños y si sentimos cada momento de nuestra existencia, como un movimiento interminable de “juguetes” lanzados al aire.

Marian Ríos

miércoles, 28 de enero de 2009

“ARTISTAS CALLEJEROS: CIUDADANOS EN TRANSFORMACIÓN”


El arte callejero en Bogotá es un dominio multinivel y multicultural. Bogotá contiene micro imágenes de todo el país, además de modelos de culturas y subculturas mundiales. Bogotá es caribe / pacífico / cundinamarca / méxico y estados unidos indiscutiblemente. Es españa / francia en camuflado. El mariachi de la 13 representa su México aunque no sea mexicano. Un chileno, como Chumaro (malabarista y clown), que se dedica a la gente colombiana es un colombiano aunque no lo sea. Un israelita como Eyal (performador callejero), corresponde a una escala de valores católicos para los católicos colombianos: en Bogotá ven a un ciudadano de Israel como el pariente de vuestro señor Jesús Cristo; una escala de valores de la cual él (Eyal) no tiene ni la conciencia ni el conocimiento.

En la pantalla de la ciudad o de la calle, el artista callejero, extranjero o local, se transforma de acuerdo a las necesidades y expectativas culturales de la ciudad. Un fenómeno que ocurre intuitivamente respondiendo a necesidades ocultas propias de la población misma. Rápidamente el artista callejero ya es una imagen con la que se está asociado, llegando a ser una decoración más orgánica del contenido: las representaciones locales.

En el caso de Bogotá, el lugar propone sus propios elementos a un artista “vagabundo”. Puede ser el idioma, o solo un poco mas de semántica y sintáxis. Como dominios enteros nuevos (como el código de policía bogotano o el culebrero presente en las plazas de la ciudad) o solo sus accesorios alternativos (el artista callejero que llega, empieza a saber cual semáforo puede ocupar, además de incorporar dentro de su rutina elementos del cuentero, ponerse las plumas de colores, etc.). Dominios que son elementos culturales que pertenecen al arte callejero:

“Unos argentinos que conocí, que cantan y tocan guitarra, siempre tenían en su repertorio las canciones del lugar donde cantaban. Se dan cuenta o es un hecho conocido que el contenido siempre ya esta allá, cada lugar ya viene con su contexto y la única forma de comunicarse con el ambiente es representar el mismo contenido desde su manera (con el ojo de afuera). Con eso obviamente viene otro elemento mas, que es el aspecto personal de un artista que trae sus orígenes, su personalidad, su creatividad, su visión, su educación, pero todo eso en primer lugar sirve para que el lugar mismo se represente en un nivel artístico mas avanzado, original y convincente”. Eshkara


El objetivo básico del artista callejero es llegar a un lugar, conocer y hacerse conocer por la población local y que ésta se integre a él. Al mismo tiempo, y desde el otro punto, el arte callejero posibilita la construcción del concepto de mundo en el lugar en donde están:

“La gente ve en la calle un español, un israelita, un chileno, un peruano, un argentino en un espectáculo en la calle. Ya no estás pensando en tu ciudad Bogotá, en tu país Colombia, sino en el continente, en el mundo. Lo que hace el artista callejero viajero, es que las cosas se ven más macro y que así no hables el mismo idioma, podes crear un espectáculo desde el lenguaje y es un lenguaje del nómada, del circo”. Io


Tal vez aquí hay una paradoja. En muchos casos no ocurre que el artista callejero se transforme inmediatamente en una parte del lugar, sino que se establece una relación entre la población y el artista, lo cual puede ser bien contradictoria. El malabarista argentino se queda argentino para el bogotano que vende en el mismo semáforo, pero para los visitantes de afuera (no solo fuera de la ciudad o el país, sino fuera de la localidad o barrio) la escena total pertenece a este lugar específico, lo que contribuye a la formación del estereotipo del lugar. Desde esta mirada, el artista extranjero puede parecer incorporado como el caso de Eshkara (artista ruso-israelita):

“A mí me llaman colombiano pero es claro que no lo soy. Pero parezco, y parezco porque me gusta. Eso quiere decir que yo soy un producto del propio mecanismo de adaptación que posee Bogotá. Soy biensito incorporado”.


Se hace evidente en el arte callejero, un Mecanismo de Transformación, ya que es un reflejo del contexto cultural propio, integrado desde diferentes dinámicas, con un contexto más global, y un espejo para cada tipo de espectadores, con sus expectativas especificas. Ocurre que para muchos turistas, los artistas/artesanos se representan como algo que pertenece a esta cultura, llegando a ser su contexto cultural para esta parte del auditorio.

Así una cuidad grande como Bogotá es un ejemplo representativo de cómo la imagen cultural de la ciudad puede ser transformada a través de elementos tan diferentes a la sola cuestión de sus orígenes. Claro que esta suma de elementos propios y ajenos, fuera del contexto de lo local ya pierde su sentido. La vida urbana genera un conocimiento particular de la identidad de uno y la identidad de otros, centrándose en el significado que la gente construye para adaptarse y dar sentido a sus vidas.
Marían Ríos

viernes, 16 de enero de 2009

EL SEMÁFORO, COMO MICROCOSMOS DE LA MISERIA


En muchos de los países latinoamericanos, la vida en el semáforo es una condensación de la vida de la ciudad, representa el “Microcosmos de la miseria en las ciudades”. En cada semáforo están diferentes personajes que conforman la gama de miseria y pobreza: los vendedores, el gamín, los niños, las mujeres, los desempleados, los mutilados. Todos han elegido este escenario para mostrarse al mundo, para sobrevivir, para transmitir sus mensajes, para poder ser reconocidos por los que conforman el lado opuesto de su marginalidad.

Personajes del otro lado, que al transitar por estos cruces también hacen parte de esta armazón al estar observando, aportando, negando, participando de una u otra manera de lo que allí se construye. Y es que al ser el semáforo, un espacio público de cruces de vías y de sentidos, se convierte en un lugar de múltiples encuentros, de adhesiones, de transgresiones, de fisuras, de nuevas construcciones y reconstrucciones que retroalimentan los sentidos y valores de nuestra sociedad.

Para los mismos artistas callejeros, el semáforo condensa diferentes significados: El semáforo como espacio de resistencia, como símbolo del arte, como rito de iniciación, pero también, es un escenario que aparece como un recurso inmediato a las necesidades económicas no solo de los artistas callejeros, aquellos que han elegido el arte como un estilo de vida, sino de aquellas personas, que dedicados a la economía de subsistencia, han acogido estas expresiones como una posibilidad más del rebusque: ”El semáforo nosotros lo utilizamos como un cajero automático”. Chino Wilson.

Flacoapie, el “circo ambulante”, como lo he nombrado desde que lo vi por primera vez, es una artista callejero de 25 años, argentino, quien salió de su casa hace tres años en un monociclo y con un morral lleno de juguetes (nariz roja, clavas, varas, pelotas…). Ha estado en varios países de Suramérica: Brasil, Bolivia, Ecuador, Venezuela, Perú, Chile. Y para mí, él es el más callejero de todos los artistas callejeros que he conocido debido a su condición de viajero incansable y a la forma de recorrer y conocer las calles de las ciudades que habita. Flacoapie continúa con la práctica de malabariar en semáforos, que aunque considera extremadamente dura, la tiene suficientemente introyectada como para que ya haga parte de su cotidianidad.

Cada noche llega de su trabajo: “semaforiar”, prepara algo sano para comer (solo verduras o frutas y nada que contenga químicos), se baña y se reúne en la sala de la casa con los amigos a escuchar y contar las vivencias del día. Es una persona tímida, callada, que se ha autonombrado “Flacoapie” y así es conocido en todo el cosmos del arte callejero. Y ante nuestra pregunta de ¿cómo le fue hoy en el semáforo? empieza a contarnos, adoptando una posición corporal y unos gestos de mucha reflexividad, sobre las diferencias de los semáforos entre los países en los que ha estado.

Bolivia es excelente, tranquila, amigable, nada malo ocurre y la gente da mucho dinero. Argentina y Chile con su gran trayectoria en arte callejero, funcionan siempre bien, trabajar dos horas diarias sirve para poder vivir maravillosamente. Ecuador es bueno por lo que se gana en dólares, aunque la policía de migración asedia.

Caracas, dice él, es una ciudad de muerte, todo el tiempo se está escuchando disparos, balas de acá y de allá. Nos contó de haber estado alguna vez en un barrio de Caracas, cerca de un semáforo en donde siempre malabariaba. Algo extraño estaba ocurriendo, él se fue acercando lentamente y fue testigo de una gran acción comunitaria. La gente le pegaba con palos y piedras a un hombre joven, que según le contaron después era un violador. Al final todos los hombres, mujeres y niños le prendieron fuego al trasgresor. Para Flacoapie esta vivencia fue aterradora, observar como toda una comunidad captura a una persona y la quema viva. Sin embargo, las personas de allí le explicaban de muchas maneras que esto es normal: “Ellos son la ley, y no iban a dejar que un hombre que viola a sus hijas siga vivo”. Todo esto realizado obviamente sin que hubiese ni un solo agente de las autoridades.

Esta historia nos trajo a Colombia y nuestra imaginación voló a todos los barrios y a toda la problemática que sabemos existe en nuestro país. Para nosotros, colombianos y no colombianos que escuchábamos, el relato fue algo asombroso e inmediatamente pensamos y dijimos en coro: “Pero Colombia no es tan así, ¿o si?” Y la conclusión a la que llegamos fue que definitivamente hay muchas Bogotás, muchas Colombias. Una es nuestra percepción, otra puede ser la historia de un joven de un barrio de invasión o simplemente la de un artista callejero como Flacoapie que ve la vida desde un semáforo.

Flacoapie en los 30 días que estuvo en Bogotá, recorrió algunos semáforos siempre observando las mejores condiciones, y se quedó con el semáforo de la 100 con 19. Allí, para él: “el mundo es otro”. En este semáforo hay diversos personajes: Una mujer mayor que pide limosna con sus nietos: un niño con estrabismo y una niña de más o menos 4 años, que se convirtió en su mejor compañera. La niña lo miraba detenidamente en todo su espectáculo y cuando éste terminaba, caminaba detrás de él, aplaudiéndolo y gritándole. “¡Viva el payasito, viva el payasito!”. Lo que le ayudaba a conmover más a su audiencia. Bueno, hay que ver como practica este personaje el semáforo: Montado en su monociclo (Tiene dos: uno pequeño y otro de dos metros al que llama cariñosamente la Jirafa), con su nariz de payaso, con su nuevo sombrero negro y haciendo clavas, pelotas o fuego. Es verdaderamente impresionante.

Esta niña conmovió a Flacoapie, siempre que llegaba a la casa después del semáforo, hablaba de ella, de que lo perseguía, que le aplaudía y que compartían en ocasiones la comida y algunas monedas. Pero en el semáforo hay más personajes: “Los ñeros” y los que limpian los vidrios de los carros, que siempre están invadiendo los espacios de los automovilistas, lo que genera irritación, logrando que les cierren las ventanillas y que no les den dinero. Obviamente los ladrones también son personajes típicos y conocidos por todos, es otro de los oficios más del semáforo. Los vendedores de rosas, de tarjetas de teléfonos, de dulces, son personajes sencillos que tratan de trabajar y de ganar su sustento. Allí se reúnen los marginales, viendo pasar a los “otros” habitantes de la ciudad.

Pero lo que más conmueve a Flacoapie de los semáforos en Colombia, son los hombres mutilados. Según él, en ninguna otra ciudad de Suramérica en donde ha estado, ha visto mutilados. No entendía las razones de esto, hablaba de varios personajes mutilados que veía en sus semáforos. Casi lo describía como una plaga, logrando visibilizar en poco tiempo, algo que nosotros tenemos tan oculto y olvidado. Y tal vez por esto su relato nos espantó. Lo que llevó a que la conversación se fijara en la guerra en Colombia como tratando de darle una posible explicación a Flacoapie y a nosotros mismos de las causas de estos pies mutilados. “Las minas quiebrapatas” (como también se le nombra a las minas antipersonales), alguien nombró.

En este país muchos hombres, mujeres y niños, están mutilados por esta causa, una herramienta de los insurgentes para dañar al otro, no para matarlos, sino para dejarles una huella en su memoria y en su cuerpo de las atrocidades de la guerra. Y es que esa es otra Colombia, diferente a la que siempre vemos en nuestros recorridos diarios o protegidos en el calor de nuestras casas creyendo que nada pasa. Para ellos, para los artistas callejeros, que habitan diferentes espacios de cada lugar que visitan, siempre hay diferentes versiones de las ciudades: las calles, los diferentes espacios, el semáforo, los mutilados de Colombia, los barrios de Caracas, la casa de los amigos. Esferas que representan dimensiones completamente disímiles en cada ciudad.
Para muchos de los que escuchábamos, Bogotá solo significa la hostilidad de los trancones o la sobrepoblación del Transmilenio, la viabilidad de estudiar, de tener muchas posibilidades culturales y de vida, la casa con los amigos de muchos países diferentes. Y tal vez debido a esto y a quien sabe que otro mecanismo, los relatos de Flacoapie de esa noche, nos dejaron francamente pensativos sobre nosotros mismos y sobre la manera de conocer el país y la ciudad en que vivimos.

Flacoapie logró conocer y visibilizar bastante más de Bogotá que muchos de nosotros. Esto tal vez debido a la misma condición de marginalidad en la que están inscritos los artistas callejeros. Para ellos, el semáforo, aunque relegado a épocas de necesidad y de hambre, es la esencia misma de la ciudad y del arte callejero.

Los últimos dos días de su estadía en Bogotá, no hizo semáforo, se dedicó a disfrutar de la casa, los parques y del entrenamiento con los amigos. Se fue con su morral lleno de circo, montado en “La jirafa” y llevando con él 30 mil pesos en monedas de dos días de trabajo, seguro que con eso podría pasar unas buenas vacaciones en San Agustín y seguir bajando para Argentina, que es su principal plan en el momento.

Después de su visita en nuestra casa, salimos a la calle a semaforiar. Santa como principal malabarista, otras seis personas respaldando el espectáculo y yo pasando el sombrero. Para mi fue extraordinario ver la cara de los automovilistas, de los otros transeúntes que pedían su espacio. Pero lo mejor fue el grupo que se fue armando. Al final nos encontramos junto a muchos de los habitantes marginales de la ciudad que veían en nosotros algo exótico. Muchos de ellos se unían por complicidad y con la alegría que emanábamos, otros con deseos de aprender, otros pidiendo dinero o defendiendo su espacio, otros ofreciendo sus mercancías; y todos compartiendo la singularidad de hacer parte de es este Microcosmos inmenso en las que se convierten los semáforos y las calles de nuestras ciudades.
Marian Ríos